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La evolución del diseño curricular: una mirada desde la complejidad

  • Foto del escritor: Laura Elizondo Salazar
    Laura Elizondo Salazar
  • 10 abr
  • 5 Min. de lectura


Hablar de diseño curricular, sinceramente, es hablar de la esencia misma de lo que significa educar. No exagero. El currículo —esa especie de mapa que muchas veces damos por sentado— tiene un peso tremendo en lo que sucede dentro de una clase. Influye en lo que se enseña, en cómo se enseña y hasta en por qué se enseña. Lo curioso es que, a pesar de estar tan presente, rara vez lo cuestionamos a fondo. Pero si uno se detiene a mirar su historia, se da cuenta de que no ha sido una evolución lineal, sino más bien un camino lleno de quiebres, giros inesperados, contradicciones… y, por supuesto, complejidades.

En este ensayo no pretendo ofrecer una verdad definitiva —como si eso fuera posible—, sino compartir con usted una reflexión que mezcla lo histórico con lo personal, y que intenta mirar el diseño curricular desde una perspectiva que, hoy por hoy, resulta cada vez más necesaria: la de la complejidad.


De lo técnico a lo profundamente humano

Para entender de dónde venimos, hay que volver un poco atrás. No tanto como a Sócrates o Comenio, pero sí al menos al siglo XX. Por ahí de los años 40, Ralph Tyler publica su famoso libro Basic Principles of Curriculum and Instruction, y ahí empieza todo. Bueno, no todo, pero sí una forma muy estructurada de pensar el currículo. Tyler decía, con bastante lógica para su época, que había que definir objetivos claros, seleccionar experiencias de aprendizaje, organizarlas bien y luego evaluar. Y listo. Un modelo impecable, casi de manual.

Durante décadas, este enfoque fue casi incuestionable. Encajaba perfecto en el espíritu de la época: eficiencia, control, resultados medibles. Se asumía que si uno seguía todos los pasos, el resultado sería un estudiante bien formado, como si la educación fuera una especie de línea de ensamblaje.

Pero claro… el aula no es una fábrica, y los estudiantes no son productos. Por eso, con el tiempo, empezaron a surgir voces que decían: “Un momento, esto no está funcionando del todo”.


Las grietas empiezan a notarse

Ya en los años 60 y 70, empiezan a sonar otras campanas. Autores como Lawrence Stenhouse dicen que el currículo no puede ser un producto cerrado, sino más bien un proceso abierto, vivo, que se va construyendo con lo que pasa en el aula. Es decir, con personas reales.

Y entonces aparece Paulo Freire —el de la pedagogía del oprimido— y lanza una bomba: la educación no puede ser neutral. Si el currículo se impone sin considerar la voz del estudiante, sus contextos, sus vivencias, entonces deja de ser educativo y se convierte en una forma de dominación.

Esa idea fue clave. El currículo comenzó a verse también como una herramienta política, no solo técnica. Se empezó a hablar del currículo oculto, de las estructuras de poder que se perpetúan desde la escuela, de la urgencia de formar sujetos críticos, no solo “competentes”.

Y es que, pensándolo bien, ¿de qué sirve un estudiante que sabe mucho pero no cuestiona nada?


El posmodernismo y el temblor de las certezas

Y si ya había críticas, llegó el posmodernismo y pateó la mesa por completo. A partir de los años 80 y 90, ya no solo se cuestionaban los objetivos del currículo, sino incluso el conocimiento mismo. ¿Quién decide qué es válido enseñar? ¿Desde dónde se construye ese saber? ¿Qué voces han sido históricamente silenciadas?

Estas preguntas desestabilizaron las bases del diseño curricular tradicional. Se empezó a hablar de pluralidad de saberes, de epistemologías diversas, de descentralizar el conocimiento. El currículo se volvió, en muchos sentidos, un campo de disputa.

Esto trajo cosas muy buenas: apertura, inclusión, flexibilidad. Pero también hubo excesos. En algunos casos, tanta libertad trajo confusión. Se perdía coherencia, se seguían modas pedagógicas sin sentido crítico. El péndulo pasó de lo rígido a lo disperso. Y como suele pasar, los extremos no ayudan mucho.


El presente: incertidumbre, redes y (mucha) complejidad

Y bueno, llegamos a hoy. Un mundo que no se parece en nada al de Tyler. Vivimos en medio de una avalancha de información, de cambios tecnológicos vertiginosos, de crisis ambientales, sociales, sanitarias… y educativas. Todo al mismo tiempo.

En este escenario, las respuestas simples ya no alcanzan. Por eso, la teoría de la complejidad —con autores como Edgar Morin a la cabeza— se vuelve cada vez más relevante. Morin nos recuerda que el mundo no funciona como una máquina, sino como un sistema vivo, lleno de relaciones, contradicciones y sorpresas.

Desde esta mirada, el currículo no puede ser un plan estático. Tiene que ser flexible, adaptativo, interconectado. Tiene que dialogar con el entorno y con quienes habitan la escuela. Ya no basta con transmitir contenidos. Se trata de generar experiencias que permitan pensar, cuestionar, crear… vivir.

Pero, ¡vaya reto! Cambiar el chip no es nada fácil. Las instituciones tienen inercias fuertes. Hay miedo al error, a lo incierto, a lo que no se puede medir con una rúbrica. Y sin embargo, ahí está el desafío: educar sin tener todas las respuestas, confiando en el proceso.


Algunas vivencias personales (porque el currículo también se siente)

No quiero terminar este recorrido sin contarle algo desde lo vivido. He trabajado con docentes que hacen malabares para adaptar un currículo demasiado rígido a las necesidades reales de sus estudiantes. También he visto equipos enteros intentando innovar, metiendo el corazón, pero chocando una y otra vez contra muros burocráticos.

A veces, la sensación es de frustración. Otras, de esperanza. Porque hay momentos —sí, los hay— donde todo se alinea y el currículo deja de ser un papel y se convierte en una experiencia transformadora.

Y es ahí donde una se da cuenta de que diseñar un currículo no es solo un acto técnico. Es un acto político, ético y profundamente humano. Decidir qué enseñar, cómo y para qué, es decidir también qué tipo de mundo queremos construir.


Complejidad: más que una moda, una necesidad

Pensar el currículo desde la complejidad no es una consigna bonita. Es una urgencia. Significa aceptar que la diversidad no es un problema, sino un valor. Que el conocimiento no es lineal, sino enredado, rizomático. Que educar no es solo llenar cabezas, sino conectar corazones y mentes.

Implica también soltar un poco el control. Dejar que los estudiantes participen, que las comunidades digan algo, que los saberes no académicos entren al aula. Significa, en el fondo, confiar.

Y claro, eso incomoda. Porque estamos acostumbrados a las planificaciones milimétricas, a las evidencias “medibles”, a la ilusión de certeza. Pero si algo nos enseña la complejidad es que educar es convivir con lo inesperado. Y eso, aunque suene paradójico, es profundamente liberador.


Palabras finales (aunque esto no termina nunca)

El diseño curricular ha cambiado. Mucho. Pasó de ser una receta cerrada a convertirse en un campo abierto, lleno de posibilidades. Y sin embargo, el cambio real —el profundo, el que transforma— todavía está en construcción.

La teoría de la complejidad no nos ofrece soluciones mágicas, pero sí una brújula. Nos dice: mire el todo, no solo las partes. Pregunte. Escuche. Conecte. Cree. Y sobre todo, no tema al caos.

Tal vez, el mayor reto que tenemos es ese: atrevernos. No a repetir modelos, sino a inventar caminos. No a buscar certezas, sino a enseñar a navegar la incertidumbre.

Porque —como decía Morin— educar no es domesticar. Es sembrar preguntas. Y quizás, solo quizás, el currículo debería empezar por ahí.

 
 
 

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